lunes, agosto 20, 2007

*Tortazos* en escena

Capítulo 4 de la novela *El monstruo de la navidad*

Antes de llegar divisó la figura luminosa del edificio. Ahí, en una de esas ventanitas encendidas ella lo esperaría ansiosamente. Sabría que tarde o temprano habría de llegar. No estaría preocupada, estaría furiosa calentando motores.
Las casas bajas quedaron atrás cuando el auto entró en el complejo y se sometió al control del sistema local. El vehículo recorrió silenciosamente el estacionamiento, esquivando los obstáculos con vida propia. Había llegado.

A veces Daniel estaba en el trabajo y quería estar en su casa. La idea le provocaba reminiscencias infantiles. Tomar la leche. Volver por un rato a ser único y vivir como si el tiempo no existiera. El tiempo no existe, el tiempo no existe. Ahora es siempre. El tiempo no existe. Pero si existe.
Y ocurría que cuando estaba en casa, al rato ya prefería estar en otra parte, en otro lado. Librarse de la marca por un rato. Y por eso, muchas veces parecía ausente. Ella lo odiaba por eso. Que no le contestara, que la escuchase falsamente mientras su cabeza estaba en otra parte, que se retaceara a si mismo, todo eso le despertaba a ella una ira asesina, unas buenas ganas de atraparle la cabeza entre las garras de un águila.



Al detenerse, las puertas del auto se destrabaron automáticamente y aun antes de bajar, ella ya sabía de su llegada gracias a los sensores.
El edificio estaba lleno de detectores de movimiento y sensores infrarrojos. Un sistema que registraba todas las entradas y salidas. Y cuando Daniel entró a la recepción de la planta baja la voz del portero automático lo saludo como si lo conociera de toda la vida. Detrás de esa voz había un registro con los nombres de los propietarios, habitantes, empleadas domésticas y cualquier personal autorizado, además de un perfecto historial de todas las visitas.
La temperatura de los espacios comunes era siempre la misma y en los departamentos estaba regulada de acuerdo a los parámetros establecidos por cada familia en el cuestionario de ingreso.
Así como todos los otros propietarios, después de decidirse por el nuevo departamento, debían llenar un largo formulario de preguntas de todo tipo y firmar un compromiso de aceptación de las reglas del condominio.
No se trataba solo de venderle a cualquiera un departamento sino de brindar satisfacción y construir fidelidad.
Entró al elevador con el arbolito holográfico apretado en el puño como el mango de una gran espada navideña de 3 metros. Mientras subía recordó que unos días atrás había pergeñado la broma de ocultar el dispositivo apuntándolo hacia abajo entre su pie y el zapato para luego simular un supuesto olvido. Ahora la idea había perdido toda gracia. Ahora él mismo quería ocultarse en la suela de alguien, de dios por ejemplo. Que no lo viera nadie, ningún vecino. Igualmente no se cruzó a ningún vecino. Todos estaban en sus casas, seguro compartiendo navideños momentos en familia.
Nadie salió tampoco a recibirlo a la puerta. Dejó el arbolito en el lugar del living previamente preparado para ello y respiró una última bocanada de paz antes de entrar en la cocina.
Virginia comía en silencio con la vista perdida en las inmensidades de la pared. Era un monje. Comía despacio y sin interés. Cuando la saludaron ni se inmutó. Permanecería así, estática. Concentrada en lo minúsculo de la materia. Abstraída en cada bocado. Por más que le hablaran estaba seca e inmune a todo como una piedra.
Aunque no obtenía respuesta él sabía muy bien como eran las cosas. El silencio solo era un castigo extra, un precalentamiento. Todo el arsenal estaba acumulado esperando el momento más propicio para la ofensiva. Luego de este largo sitio ella lo tomaría por asalto.
Y a la vez, con su indiferencia lo atraía hacia la trampa y él, aún a sabiendas acudía a la cita mortal como un pequeño insecto. Solito encendería los interruptores de su propio suplicio.
Tampoco aguardar servía de nada, salvo para posponer la ejecución de la pena y la angustia aún más fatal de no existir. Tenía que decir algo, cualquier cosa que cortara el silencio y la nada.
Así lo hizo y luego la noche se llenó de insultos y amargas palabras.
- Me gustaría saber cuanto tiempo vas a estar sin hablarme, así mientras tanto hago otra cosa.
- ¿Vos lo haces a propósito no?- contestó ella.- ¿Te fijaste la hora que es? Hacete el favor de no decir nada. Una verdadera lástima- agregó para ella mientras negaba con la cabeza.
- Claro, porque vos sos perfecta, no te equivocás nunca.
- Lo único cierto, mi querido, es que vos y yo no podemos compartir estas cosas- disparó ella.
- A mi no me parece que sea para tanto –se atajó él.- Parece que esto fuera la única cosa importante en el mundo.
- ¡Me cagaste la navidad hijo de puta! ¡Hijo de puta!
- Mirá, si a la primera de cambio me vas a pasar factura va a ser muy difícil comunicarnos.
- Yo pensé que podíamos ser una familia pero es evidente que me equivoque otra vez–continuó ella como si hablara sola. Y remató: - Dejá, no me expliques nada. ¿Ahora ves? Por estas cosas yo quería probar antes de tomar una decisión definitiva.

Estas situaciones eran como entrar en un largo y oscuro pasadizo. Como no se ve nada, cuando se recibe un golpe hay que devolverlo de inmediato.
Si uno se demora el enemigo puede cambiar de posición y asestarnos un nuevo golpe.
Entonces, si se consigue golpear al otro hay que insistir. El que pega primero pega dos veces.
Pegar hasta que el otro no se levante más. No hay que dar respiro ni posibilidad de recuperación.
Mientras se suceden los tortazos, todo vestigio de luz desaparece en lo profundo del pasadizo y comenzamos a preguntarnos si hay salida del otro lado. Si hay otro lado.
Y no sabemos si alguna vez podremos salir. O si es para siempre.
Hasta que despunta una pequeña luz lejana que nos guía hacia la salida. Un punto de fuga.
- ¿Y el nene donde está?
- Ah. ¿Ahora te acordás del nene? Si fueras buen padre te harías cargo de tus compromisos. ¿No te tocaba bañarlo a vos? No sé, fijate, capaz que se baño solo.
Y aunque podamos escapar nunca nos libramos totalmente de la sombra emisaria que nos sigue a todas partes.
Cuando Daniel entró al retrete el agua chorreaba rebalsando por los costados de la bañera y el cuerpito del nene flotaba boca abajo. Las olas que producía el chorro de agua caliente lo mecían y la cabecita medio sumergida daba golpes toctoc contra los bordes de la tina.
Agarró al nene de un manotazo que empapado y lleno de agua pesaba mucho más. Casi automáticamente y sin pensarlo demasiado lo apretó para sacar el agua pero pronto comprendió que no tenía sentido y que ya no había nada que hacer. Todo el esfuerzo y los meses de cuidado y atención tirados al demonio.
Sentado en el inodoro con el nene sobre sus piernas no se sintió triste por la pérdida pero si bastante abatido y amargado.
Después de tanto tiempo cuesta arriba, cambiando pañales, alimentándolo, después de estúpidos paseos con el carrito, después de atender anginas. Después de soportar los llantos en medio de la noche, de dormir poco y cortado, ahora que la prueba terminaba así de mal, con el cadáver del muñeco en su falda todo parecía doblemente estúpido.
Recién ahora la sola idea de comprar un muñeco como hijo de prueba, aunque lo hicieran muchos, a él le resultaba algo dos veces idiota.
Tampoco le importaba que en vez de este hijo ensayo, de este niño tamagochi, el ahogado pudiese haber sido un hijo verdadero. Seguro que ella se lo enrostraría tarde o temprano. Porque nada era verdadero.
Apretó primero el botón verde que brindaba un reporte verbal del estado del Nene, cosas como: “Bajo nivel de azúcar” o “han pasado 15 horas desde la última deposición”. No hubo respuesta ni chispazo alguno ni nada. Después, aún sabiendo que no habría señal de actividad tocó por última vez el botón azul que equivalía a un beso.
Fue un beso frío y húmedo. Un beso sin vida como los besos de los muertos y en ese momento el Nene fue más real que nunca.
Y al final sí que se sintió triste, y no por el Nene, sino por él y sus recuerdos. Como si ir hacia atrás y recordar la falsa crianza del Nene lo hubiera arrojado involuntariamente más atrás, hacia otros muertos, hasta su abuelo casi muerto en la bañera.
Cuando era chico él era sus abuelos, porque uno es los otros, esos otros que están alrededor entonces. Sentirse amado y llegar a un lugar donde se es bien recibido. Eso es el mundo, todo. Eso, solo eso y nada más. Todo lo demás es las paredes. Las paredes del baño que chorrean gotitas.
Todavía en el baño con el Nene sobre sus piernas vio al abuelo dentro de la bañera, mal sentado y con la cabeza totalmente torcida como entonces, envuelto en vapor. El agua chorreándole por la pelada. Los brazos colgando y el deprimente sonido de la ducha. La baba brotando de su boca. Nada indica que vaya a reaccionar, pero no está muerto todavía. Ha quedado tieso, su gesto ha muerto. Muertas están sus intenciones y muertos sus sueños y sus miedos. Su cuerpo caliente no está muerto pero ya no sirve para nada. Partido al medio por la hoja más filosa. Congelado por un rayo fatal enviado por aquel para vengar todas sus ofensas y desplantes. Parapléjico, descerebrado. Paralizado. Nosotros también paralizados, esperando con él, mirándolo morir y prefiriendo que muera. Ese tiempo final hasta que por fin se murió, fue para siempre un secreto.

Los muertos salen a pasear. Despertados por los gritos de otros muertos. Trepando por los acantilados de la memoria. Proyectados hacia la realidad. Muertos con vida propia.

Daniel reacomodó las piernas que se le estaban durmiendo y tambaleó al incorporarse. Dejó tras de sí el rastro del agua que goteaba el Nene. No quiso volver a la cocina ni quiso hablar con ella. Quiso estar solo con sus fantasmas.
Se encerró con el Nene y durmió con él toda la noche en la habitación pensada para el hijo que nunca más sería.

Virginia se quedó en la cocina esperando que él volviera. Lo que había hecho seguro provocaría alguna reacción. Ella no podía ir a ver porque era demostrar debilidad, tenía que esperar. Aguardó entonces un buen rato pero el muy puto no apareció. El cobarde no se atrevía a dar la cara y enfrentarla. ¿Si ni siquiera esto alcanzaba que era entonces lo que había que hacer para que reaccionara de una vez?, se preguntó Virginia mientras se iba durmiendo ahí sentada en la cocina.
Talvez por la incomodidad de la posición o por el embotellamiento en la garganta, volvió a despertarse en medio de la noche. Las luces que le molestaban y no la dejaban ver, las fue apagando en su paso hacia el baño. Por un momento pensó que al abrir la puerta en vez de hallar al Nene ahogado en la bañera lo encontraría a él, pálido y exhausto con la cabeza flotando en el agua caliente.
En el baño no había nadie y el agua que llenaba la bañadera ya estaba casi fría. Imaginando que él saldría de la nada para vengarse intentó inútilmente abrir la puerta del cuarto del Nene.
“Es una gallina”, pensó de nuevo envalentonada. “Como yo decía”. Aunque ella tampoco se atrevió a patear la puerta a los gritos como hubiera hecho en otro momento. Lo que Virginia no sabía es que no era Daniel quien la asustaba sino ella misma.
Haber ahogado al Nene ya era suficiente, no hacía falta insistir. Lo hecho, hecho estaba y no se sentía culpable. Ese día le tocaba bañarlo a Daniel y cualquier cosa que pasara era también su responsabilidad. Igualmente ella solo lo había puesto en la bañera. Al rato cuando volvió el Nene ya estaba con el agua al cuello y sus ojitos plásticos la miraban como pidiendo ayuda. Después el agua empezó a entrar por su tracto metálico. Desde atrás de la puerta ella apenas escucho los gorgoteos eléctricos y los inútiles chapoteos de sus manitas mecánicas. Esperó con cautela unos minutos y cuando volvió a entrar el Nene ya se había ahogado y flotaba boca abajo.
Si Daniel hubiera llegado más temprano la habría encontrado sentada en el baño mirándose en el espejo con el gesto perdido y trastornado. Después de un rato, solo para asegurarse, le puso el pie encima durante un par de minutos hasta que ni una sola burbujita salió a la superficie. Hundido.
Aunque en el sentido estrictamente justo de la palabra no había cometido ningún homicidio pues supuestamente no se podía matar algo que no estaba vivo, eso era lo más cerca que se podía estar de la cosa. Había sido un simulacro de asesinato.
Que él supiera que ella no estaba dispuesta a dejarle pasar ni una más de sus pendejadas.
Virginia se acomodó a sus anchas en la cama vacía mientras del otro lado de la pared Daniel ya se había metido en la pequeña camita de una plaza junto al muñeco mojado. Seguro habría que tirar el colchón, cosa que a nadie le importaba ni un poco.
En verdad, como el colchón estaba hecho de un material totalmente siliconado, aunque largase un olor insufrible a humedad no se pudriría nunca. Eso si, una vez desechado tardaría 90.000 años en degradarse y seres de especies aún inexistentes reposarían en el futuro sobre el colchón abandonado mientras el sol y los elementos hacen su lento trabajo.
“Por mucho tiempo no me vas a tocar ni un pelo” dijo ella con la mente para que el lo escuchara aunque estuviera en el otro cuarto, aunque estuviera sordo, aunque estuviera dormido, aunque estuviese muerto.
Al final los dos se quedaron dormidos.

[presentado en *Punto muerto* , del ciclo de Carne Argentina en Mantis Club, el 21 de Agosto de 2007]



mi agradecimiento para Pame por la idea de la puesta, a Lunita por las fotos, a Seba & Mica por el aguante y a Debora por poner el cuerpo, por el compromiso y la onda de laburo.